El ladrón de Tommy o Dos mil palabras, de O. Henry

O. Henry (William Sydney Porter)
A las diez de la noche, Felicia, la doncella, salió por la puerta de servicio para tomar un refresco de frambuesa en el bar de la esquina, acompañada del policía. Felicia detestaba al representante de la autoridad y muy formalmente se opuso en principio a acompañarle. Dijo, y por cierto no sin lógica, que hubiese preferido quedar instalada en el tercer piso leyendo una novela de St. George Rathbone hasta dormirse, pero nada consiguió. Las frambuesas y los policías han sido creados para algo.
El ladrón entró en la casa sin dificultad, porque... éste es un cuento de dos mil palabras, lo cual nos ciñe a pocas descripciones y mucha acción.
Al llegar al comedor encendió su oscura linterna. Con un berbiquí y una barrena pequeña comenzó a hurgar en la cerradura del armario donde se guardaba la plata. 
De pronto se escuchó un ruidillo y la habitación se inundó de luz. Los cortinajes de terciopelo oscuro se abrieron para dar paso a un chiquillo rubio de ocho años de edad que vestía pijama rosa y llevaba en la mano una botella de aceite.
-¿Es usted un ladrón? -preguntó su dulce vocecilla infantil.
-¡Vaya una pregunta! -dijo el individuo con voz ronca-. Si soy un ladrón... Pero ¿a santo de qué llevaría yo gorra y una barba de tres días si no lo fuese? Vamos. Dame ya ese aceite y engrasaré la cerradura. De esa manera no despertaré a tu madre, que seguramente está en la cama, con jaqueca, y que te dejó al cuidado de Felicia, la doncella, que traicionó vuestra confianza y...
-¡Qué barbaridad! -dijo Tommy, suspirando-. No le creía tan pasado de moda. El aceite es para el aliño de la ensalada que le voy a servir con el resto de la cena que iré a buscar a la despensa especialmente para usted. Papá y mamá han ido a la Ópera para oír a De Rezske. Claro que la culpa no es mía. La situación sólo demuestra que el cuento ha pasado mucho tiempo dando vueltas de editor en editor. Si el autor hubiese sido inteligente hubiera puesto Caruso al corregir la pruebas.
-¡A callar! -dijo el ladrón en tono apenas perceptible-. Si decides armar ruido te retorceré el pescuezo como a un conejo.
-Como a un pollo -corrigió Tommy-. No meta la pata. A los conejos no se les retuerce el pescuezo.
-Pero, bueno, ¿es que no te doy miedo? -preguntó el ladrón.
-Usted sabe que no -respondió Tommy-. ¿Cree que no sé distinguir lo que es... ficción? ¿Cree que puedo confundirla con la realidad? Si esto no fuese un cuento yo habría gritado como un indio al verle entrar y usted seguramente habría huido a saltos por la escalera y habría sido pescado en la misma acera.
-Comprendo. Estás representando tu papel -dijo el ladrón-. Muy bien. Continúa.
Tommy se sentó en un sillón sobre sus pies cruzados. 
-¿Por qué se dedica a robar a personas extrañas, señor Ladrón? ¿No tiene amigos?
-Entiendo adónde quieres ir a parar -manifestó el ladrón, frunciendo el ceño-. Será la vieja historia de siempre. Tu inocente e infantil inconsciencia inclinándome a la vida honrada. Siempre que doy con una casa en la que hay niños me pasa lo mismo.
-¿Le importaría mirar con ojos de lobo la fuente de carne fría que el mayordomo ha dejado sobre la mesa? -preguntó Tommy-. Temo que se está haciendo tarde.
El ladrón obedeció la indicación.
-¡Pobre hombre! -murmuró Tommy-. Debe de estar hambriento. Si adopta una actitud indiferente le traeré algo que comer.
El muchacho desapareció para reaparecer al cabo de poco con un pollo asado, un tarro de mermelada y una botella de vino cogidos en la despensa. Con hosco ademán, el ladrón agarró un cuchillo y un tenedor. 
-Hace sólo una hora me estaba comiendo una langosta y un vaso de cerveza en Broadway -gruñó-. Quisiera que los escritores que se dedican a escribir cuentos permitiesen a un pobre hombre... tomar bicarbonato entre las comidas.
-Mi papá es escritor -aseguró Tommy.
El ladrón se levantó de un salto.
-Me has dicho que estaba en la Ópera -clamó con su voz ronca y sibilante, poniéndose en guardia.
-Hubiese tenido que añadir... que fue con pase -dijo Tommy-. 
El ladrón se sentó de nuevo y empezó a jugar con un hueso de pollo.
-¿Por qué se dedica a robar en las casas? -preguntó, extrañado, el chiquillo.
-Pues porque... -comenzó a decir el ladrón. Pero se interrumpió para añadir, deshecho en llanto-: porque tengo una criatura de cabello castaño que se llama Bessie. 
-¡Vaya! -dijo Tommy, arrugando la nariz. No equivoque el orden del relato. Antes de salir con o de la criatura tiene que contar su triste historia personal.
-¡Ah, sí, sí, lo olvidaba! Verás... Yo vivía en Milwaukee, y...
-Coja la plata -gritó Tommy, levantándose de su asiento. 
-Espera un poco -repuso el ladrón-. Tuve que cambiar la residencia y me quedé sin empleo. Por un tiempo mantuve a mi mujer y a mi hijo traficando con dinero de la confederación, pero me obligaron a cambiar de trabajo porque el dinero... no pertenecía a los Estados Unidos. Completamente desesperado, decidí entonces hacerme ladrón.
-¿Le cogió alguna vez la policía? -preguntó Tommy.
-He dicho que me hice ladrón, no mendigo -respondió el bandido.
-Cuando acabe de cenar y sufra el cambio de humor consiguiente ¿qué vamos a hacer con el cuento? -preguntó Tommy.
-Supongamos -manifestó el ladrón, pensativo- que Tony Pastor termina hoy antes de lo habitual y que tu padre vuelve del Parsifal a las diez y media. Como quiera que yo estoy triste porque me has hecho pensar en mi Bessie...
-Escuche -observó Tommy-: ¿está seguro de no equivocarse?
-Por todos los demonios que tú tienes, ¡no y mil veces no! -gritó el ladrón-. La criatura que tengo en casa se llamará siempre Bessie. Y siempre estará allí, charlando con la desgraciada esposa del ladrón. Como iba diciendo... Tu padre abre la puerta principal en el instante en que yo me dispongo a marchar saturado de bocadillos y consejos, todo lo cual me has proporcionado tú. Pues bien, tu padre me reconoce como un antiguo compañero de Harvard y retrocede un poco.
-¿Sorprendido? - preguntó Tommy con los ojos muy abiertos.
-Da un paso atrás -prosiguió diciendo el ladrón. Tras lo cual, incorporándose, comenzó a gritar: ¡Rah! ¡Rah! ¡Rah! ¡Rah! ¡Rah!
-¡Vaya! -dijo Tommy asombrado-. Es la primera vez que tropiezo con un ladrón que roba al son de un himno universitario. Esto no es corriente. Ni siquiera en los cuentos.
-Eres listo, muchacho -admitió el ladrón, riendo-. Estaba haciendo prácticas de dramatización. Suponiendo que este cuento sea, algún día, llevado a la escena, el detalle del himno universitario puede salvarlo del fracaso.
Tommy le miró sin ocultar su admiración. 
-Tiene usted razón -dijo.
-Además, has cometido otro error -prosiguió el ladrón-. Hace rato debiste marchar en busca de "la moneda de nueve dólares que te regaló tu madre el día de tu santo" para regalármela con destino a Bessie.
-Mi madre no me la dio para eso -murmuró Tommy, casi haciendo puecheros.
-¡Vamos, vamos! -dijo con cierta severidad el ladrón-. No me parece bien que te aproveches de un significado ambiguo... Tú ya me entiendes. Siempre es muy poco lo que yo saco de estas creaciones de la ficción. No sólo pierdo el botín, si no que además tengo que arrepentirme y volverme honrado. Con lo único que puedo quedarme es con el condenado regalo, amuletos o lo que sea, que algún chiquillo como tú quiera entregarme. Lo mismo en cada ocasión. Te diré que una vez en un determinado cuento tuve que quedarme con el beso de una niñita que me sorprendió abriendo una caja de caudales. Por si fuera poco, el beso sabía a dulce de melaza. Me están dando ganas de liarte un mantel a la cabeza y dedicarme a la vitrina de la plata.
-¡Oh, no, no, nada de eso! -dijo Tommy, cruzando las manos sobre sus rodillas-. Si lo hace así... ningún editor publicaría el cuento. Ya sabe... hay que guardar las formas.
-Aplícate el sermón -advirtió el ladrón en tono casi desagradable-. Y en vez de estar sentado ahí diciendo tonterías, robándole a un pobre hombre el pan, ¿por qué no haces lo más lógico? ¿Por qué no te escondes debajo de la cama y chillas con todas tus fuerzas?
-Tiene usted razón, amigo -admitió Tommy entusiasmado-. Me pregunto por qué nos obligan a actuar de ese modo. La Protección de menores debería intervenir en el asunto. Estoy seguro que no es corriente ni casi agradable que un muchacho de mis años entre en el recinto donde está robando un ladrón y le ofrezca... un tintero rojo y unos patines, para no despertar a su madre enferma. En cuanto al ladrón... ¡Hay que ver en qué situación le han dejado! ¿Cree usted que los editores sabían...? En fin, qué más da. 
El ladrón se secó las manos en le mantel y se puso de pie, bostezando.
-Bueno, acabemos de una vez -dijo-. Que Dios te bendiga, muchacho. Has evitado que un hombre cometiese un crimen esta noche. En cuanto llegue a casa y cuente lo sucedido, Bessie rezará por ti. Nunca más volveré a robar..., por lo menos hasta que publiquen las ediciones de junio. Para entonces tendrá que actuar tu hermanita. Haremos que me sorprenda ella en pleno trabajo y que compre mi arrepentimiento con un collar de corales y un estudiado beso.
-No es usted el único perjudicado -suspiró Tommy, levantándose de su asiento-, piense en el sueño que he perdido. los dos tuvimos mala suerte, amigo. Ojalá pudiera salirse del cuento y robar verdaderamente a alguien. Puede que tenga una oportunidad si deciden... llevarnos a la escena.
-¡Ni hablar! -dijo el ladrón en tono sombrío-. Entre la taquilla, los buenos impulsos que al parecer ha de despertar en nosotros la infancia, y las revistas que sólo pagan al contado sobre la publicación, creo que estaré siempre en la ruina.
-Lo siento -dijo Tommy, demostrando simpatía-, pero yo, al igual que usted, tampoco puedo evitarlo. Uno de los inconmovibles cánones de esta clase de historietas del hogar, es, precisamente..., que el ladrón ha de fracasar, que ha de vencerle un chiquillo como yo, o una joven heroína o, en el último instante, "su viejo compañero Red Miker, que identifica la casa como una en donde trabajó como cochero". No importa cuál sea la historia, su papel es siempre el peor.
-Bien. Creo que he de irme -dijo el ladrón, recogiendo la linterna y el berbiquí. 
-Tiene que llevarse el pollo y el vino para Bessie y su mamá -dijo tranquilamente Tommy.
-¡Por todos lo diablos! -gritó el ladrón, evidentemente contrariado-. ¿Para qué he de hacerlo si ellas no lo necesitan? Tengo cinco cajas de "Chateau de Beychsvelle" embotellado en 1853, en casa. Este clarete vuestro... lo encuentro algo picado. Y por otra parte..., ellas no se dignarían ni a mirar ese pollo. Sólo les gusta "la champagna". Verás... El caso es que cuando dejo de ser un personaje de cuento, no tengo tantas limitaciones y claro... De vez en cuando se me ofrece una buena oportunidad.
-Sin embargo, ha de cargar con esto -aseguró Timmy entregándole los paquetes.
-¡Que Dios bendiga la bondad de tu alma! -recitó, obediente, el ladrón-. Saúl, en el cuento, jamás te olvidará. Y ahora apresúrate. deja que me vaya, hijo. Seguramente estamos dando fin a nuestras dos mil palabras. 
Tommy le siguió por el pasillo hasta la puerta principal. De pronto el ladrón se detuvo para preguntar con voz tenue:
-¿Crees que habrá un guarda por ahí afuera haciéndole carantoñas a la doncella?
-Sí -afirmó Tommy-, pero...
-Temo que pueda echarme el guante -dijo el ladrón-. No olvides que vivimos... una ficción.
-¡Caramba! -dijo Tommy, cambiando de dirección-. Sígame. Iremos por la puerta de servicio.

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