En otro tiempo[1], de Guy de Maupassant

Guy de Maupassant
El castillo, de estilo antiguo, está sobre una colina arbolada; grandes árboles lo rodean con un verdor sombrío, y el parque infinito extiende sus perspectivas tanto sobre las profundidades del bosque como sobre las comarcas circundantes. A unos metros de la fachada se ahonda un estanque de piedra donde se bañan unas damas de mármol; otros estanques escalonados se suceden hasta el pie del ribazo, y una fuente aprisionada forma cascadas de uno a otro.
Desde la mansión, que hace melindres como una coqueta presumida, hasta las grutas con conchas incrustadas y donde dormitan amorcillos de otro siglo, todo, este dominio antiguo ha conservado la fisonomía de las viejas edades; todo parece seguir hablando de las costumbres antiguas, de los usos de otro tiempo, de las galanterías pasadas y de las elegancias ligeras en que se ejercitaban nuestros abuelos.
En un saloncito Luis XV, cuyas paredes estaban cubiertas de pastores galanteando con pastoras, de bellas damas con miriñaques y caballeros galantes y rizados, una señora viejísima, que parece muerta porque no se mueve, está reclinada en un gran sillón y deja colgar a cada lado sus manos huesudas de momia.
Su mirada velada se pierde a lo lejos en la campiña, como si siguiera a través del parque unas visiones de su juventud. Un soplo de brisa llega a veces por la ventana abierta, trayendo olores de hierba y perfumes de flores y hace revolotear sus cabellos blancos alrededor de su frente arrugada y los viejos recuerdos de su cabeza.
A su lado, sobre un taburete de tapicería, una joven de largos cabellos rubios trenzados a la espalda borda un ornamento de altar. Tiene unos ojos soñadores, y, mientras sus dedos ágiles trabajan, se ve que sueña.
Pero la abuela ha vuelto la cabeza.
"Berthe, dice, léeme un poco las gacetas, para que de vez en cuando siga enterándome de lo que sucede en este mundo".
La chica cogió un periódico y lo recorrió con la mirada:
"Hay mucho de política, abuela, ¿lo paso?
-Sí, sí, monina. ¿No hay historias de amor? La galantería está tan muerta en Francia que ya no se habla de raptos ni de aventuras como antaño".
La joven buscó un buen rato
"Ya está, dijo, se titula: 'Drama de amor'".
La anciana sonrío en medio de sus arrugas.
"Léemelo, dijo".
Y Berthe empezó. Era una historia de vitriolo[2]. Una mujer, para vengarse de una amante de su marido, le había quemado la cara y los ojos. Había salido absuelta del tribunal, declarada inocente, en medio de los aplausos de la muchedumbre[3].
La abuela se agitaba en su asiento y repetía:
"¡Es espantoso, eso es espantoso! Búscame otra cosa, monina."
Berthe buscó; y más adelante, siempre en la sección de tribunales, se puso a leer: "Drama sombrío". Una dependienta demasiado madura se había dejado caer en brazos de un joven; luego, para vengarse de su amante, de corazón voluble, le había disparado un tiro con un revólver[4]. el desdichado quedaría lisiado. Los miembros del jurado, gentes de moral, habían tomado partido por el amor ilegítimo de la asesina y la habían absuelto honorablemente.
Esta vez la vieja abuela se rebeló por completo, y con voz temblorosa:
"Pero entonces, ¿estáis locos hoy en día? ¡Estáis locos! Dios os ha dado el amor, la única seducción de la vida; el hombre le une la galantería, única distracción de nuestras horas, y resulta que mezcláis con estas cosas el vitriolo y el revólver, como si se echase barro en una frasca de vino español".
Berthe no parecía comprender la indignación de su abuela.
"Pero, abuela, esa mujer se ha vengado. Piensa, estaba casada y su marido la engañaba".
La abuela tuvo un sobresalto.
"¡Vaya ideas que os inculcan a los jóvenes hoy día!"
Berthe respondió:
"¡Pero el matrimonio es sagrado, abuela!"
La abuela se estremeció en su corazón de mujer todavía nacida en el gran siglo galante.
"Es el amor lo que es sagrado, dijo. Escucha, hijita, a una vieja que ha visto tres generaciones y sabe mucho, pero que mucho, sobre los hombres y sobre las mujeres. El matrimonio y el amor no tienen nada que hacer juntos. Uno se casa para fundar una familia, y se forma una familia para construir una sociedad. La sociedad no puede prescindir del matrimonio. Si la sociedad es una cadena, cada familia es uno de sus anillos. Para soldar esos anillos siempre se buscan metales parecidos. Cuando uno se casa hay que unir conveniencias, combinar las fortunas, unir las razas semejantes, trabajar por el interés común que es la riqueza y los hijos. Sólo nos casamos una vez, hijita, y porque la sociedad lo exige, pero se puede amar veinte veces en la vida, porque la naturaleza nos ha hecho así. Mira, el matrimonio es una ley, y el amor un instinto que nos empuja unas veces a la derecha, otras a la izquierda. Se hacen leyes que combaten nuestros instintos, era necesario; pero los instintos siempre son más fuertes, y no se debería oponerles demasiada resistencia, pues vienen de Dios, mientras que las leyes sólo vienen de los hombres.
"Si no se perfumase la vida con el amor, con la mayor cantidad de amor posible, monina, lo mismo que se echa azúcar en las medicinas de los niños, nadie querría tomarla tal como es".
Berthe, asustada, abría desmesuradamente los ojos. Murmuró:
"¡Oh!, abuela, abuela, ¡sólo se puede amar una vez!"
La abuela alzó hacia el cielo sus manos temblorosas como si aún invocase al Dios difunto de las galanterías. Exclamó, indignada:
"Os habéis convertido en una raza de villanos, en una raza del montón. Desde la Revolución, el mundo es irreconocible. Habéis puesto grandes frases en todas las acciones, y aburridos deberes en todos los rincones de la existencia; creéis en la igualdad y en la pasión eterna. Hay gente que ha escrito versos para deciros que se moría de amor. En mis tiempos se hacían versos para enseñar a los hombres a amar a todas las mujeres. ¡Y nosotras!... Cuando un gentilhombre nos gustaba, hijita, le enviábamos un paje. Y cuando nuestro corazón sentía un capricho nuevo, hacíamos despedir rápidamente al último amante... a menos que nos quedásemos con los dos..."
La vieja sonreía con una sonrisa quisquillosa; y en sus ojos grises brillaba una malicia, la malicia espiritual y escéptica de aquella gente que no se creía de la misma pasta que los demás y vivían como amos, para quienes no están hechas las creencias comunes.
La muchacha, muy pálida, balbució:
"Entonces las mujeres no tenían honor".
La abuela dejó de reír. Si había conservado en su alma algo de la ironía de Voltaire, también tenía un poco de filosofía inflamada de Jean-Jacques[5]. "¡No tener honor! ¿Porque amaban, porque se atrevían a decirlo e incluso se jactaban de ello? Pero, hijita, si una de nosotras, entre las mayores damas de Francia, hubiera vivido sin amante, toda la corte se habría reído. Las que querían vivir de otra manera no tenían más que entrar en el convento. Y vosotras quizá imaginéis que vuestros maridos sólo os amarán a vosotras toda su vida. Como si fuera posible, de verdad. Yo te aseguro que el matrimonio es una cosa necesaria para que la sociedad viva, pero que no está en la naturaleza de nuestra raza, ¿me oyes? En la vida sólo hay una cosa buena, que es el amor.
"Y como lo comprendéis mal, como lo echáis a perder, hacéis de él algo solemne como un sacramento, o algo que se compra como un vestido".
La joven cogió en sus manos trémulas las manos arrugadas de la vieja:
"Cállate, abuela, te lo suplico".
Y de rodillas, con lágrimas en los ojos, pedía al cielo una gran pasión, una sola pasión eterna, de acuerdo al sueño nuevo de los poetas modernos, mientras la abuela, besándola en la frente, totalmente impregnada todavía de aquella encantadora y sana razón con que los filósofos galantes sazonaron el siglo XVIII, murmuró:
"Ten cuidado, mi pobre hijita: si crees en locuras semejantes, serás muy desgraciada".

[Tomado de Cuentos completos, Páginas de espuma, México, 2012]

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