Un poeta lírico, de José María Eça de Queirós

José María Eça de Queirós
Aquí está, simplemente, sin frases y sin ornatos, la historia triste del poeta Korricosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticias, éste es, ciertamente, el más infeliz. Lo conocí en Londres, en un hotel de Charing Cross, una madrugada helada de diciembre. yo había llegado del continente, postrado por dos horas de canal de la Mancha... ¡Ah, qué mar! Y era sólo una brisa fresca del Noroeste: pero allí, en la cubierta, bajo una capa de tela impermeable con la que un marinero me había cubierto, como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y la ola, oprimido por aquella niebla tumultuosa que el paquebote iba rompiendo a ronquidos y empellones, me aparecía un tifón de los mares de la China...
Apenas entré en el hotel, helado y atolondrado, corrí a la vasta chimenea del peristilo y allí me quedé, saturándome de aquella paz caliente en la que la sala estaba adormilada, con los ojos beatamente puestos en la buena brasa escarlata... Y fue entonces cuando vi aquella figura estilizada y larga, ya con levita y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, de pie, con la taciturna tristeza de una cigüeña que cavila, miraba también los carbones ardientes, con una servilleta en el brazo. Pero el portero había metido mi equipaje, y fui a inscribirme al bureau. La contable, tiesa y rubia, con su perfil anticuado de medalla gastada, posó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto dulce sus dos crenchas rubias, asentó correctamente mi nombre, el dedito en el aire, haciendo rebrillar un diamante, y ya iba yo a subir la vasta escalinata, cuando la figura delgada y fatal se dobló en un ángulo y me murmuró en un inglés silabeado:
--Ya está servida la comida de las siete...
Pero yo no quería la comida de las siete. Me fui a dormir.
Más tarde, ya reposado, fresco del baño, cuando bajé al restaurante para el lunch, divisé enseguida, plantado melancólicamente junto a la ancha ventana, al individuo estilizado y triste. La sala estaba desierta con una luz parda; las chimeneas flameaban; y fuera, en el silencio del domingo, en las calles mudas, la nieve caía sin cesar de un cielo amarillento y empañado. No vi más que las espaldas del hombre; pero había en su línea delgada y un poco doblada una expresión tan evidente de desaliento que me interesé por aquella figura.El pelo largo, de tenor, caído sobre el cuello de la levita, era manifiestamente de un meridional; y toda su delgadez friolera se encogía al aspecto de aquellos tejados cubiertos de nieve, con la sensación de aquel silencio lívido... Lo llamé. Cuando se volvió, su fisonomía, que la víspera apenas había entrevisto, me impresionó: era una cara enorme, larga y triste, muy morena, con nariz judaica y una barba corta y rizada, una barba de Cristo en estampa romántica.; la testa era de las que, en buena literatura, se llama, creo yo,  frente: era ancha y era lustrosa. Tenía la mirada enterrada y vaga, con una indecisión de sueño nadando en un fluido enternecido... ¡Y qué delgadez! Cuando andaba, el pantalón, corto, se torcía en torno a la canilla como liegues de una bandera en torno a un mástil; la levita tenía dobleces de túnica amplia; sus dos faldones largos y agudos eran desgraciadamente grotescos. Recibió la orden de mi almuerzo sin mirarme, con un tedio resignado: se arrastró hasta el comptoir, en donde el maître d'hôtel leía la Biblia. pasó la mano por la cabeza con un gesto errante y doliente y le dijo con una voz sorda:
--Número 307. Dos chuletas. Té...
El maître d'hôtel retiró la Biblia, inscribió le menú, y yo me acomodé a la mesa y abrí el volumen de Tennyson que había traído para almorzar conmigo, porque, creo que les dije, era domingo, día sin periódicos y sin pan fresco. Fuera seguía nevando sobre la ciudad muda. A una mesa distante, un viejo del color del ladrillo y con cabellera y patillas completamente blancas, que había acabado de almorzar, dormitaba con las manos en el vientre,  la boca abierta y luneta en la punta de la nariz. Y el único sonido que venía de la calle, una voz gimiente que la nieve ahogaba más, una voz mendigante que en la esquina de enfrente garganteaba un salmo... Un domingo de Londres.
Fue el delgado el que me trajo el almuerzo, y, tan pronto como se acercó con el juego de té, enseguida me di cuenta de que aquel volumen de Tennyson en mis manos le había interesado e impresionado; fue una mirada rápida, golosamente fijada en la página abierta, con un estremecimiento casi imperceptible, emoción fugitiva, seguramente, porque, después de haber posado el juego de té, rodó sobre los calcañares y fue a plantarse melancólicamente en la ventana, los ojos tristes y puestos en la nieve triste. Yo atribuí aquel movimiento curioso al esplendor de la encuadernación del volumen, que eran los Idilios del Rey, en tafilete negro, con el escudo de armas de Lanzarote del Lago: el pelícano de oro sobre el mar de sinople.
Esa noche partí en el expreso para Escocia, y aún no había pasado York, adormecida en su gravedad episcopal, ya me había olvidado del criado novelesco del restaurante de Charing Cross. Tan sólo pasado un mes, al volver a Londres, entrando en el restaurante y volviendo a ver aquella figura  lenta y fatal atravesar con un plato de rosbif en una de las manos, en la otra un budín de parara, sentí renacer el antiguo interés. Y esa misma noche tuve la singular felicidad de  saber su nombre y de entrever un fragmento de su pasado. Ya era tarde y yo volvía del Covent Garden, cuando en el peristilo del hotel encontré, majestuoso y próspero, a mi amigo Bracolletti.
¿No conocen a Bracolletti? Su presencia es formidable; tiene la amplitud panzuda, el negro cerrado de la barba, la lentitud, el ceremonial de un pachá gordo, pero esta ponderosa gravedad turca está temperada, en Bracolletti, por la sonrisa y por la mirada. ¡Qué mirada! Una mirada dulce, que me hace recordar la de los animales de Siria: es el mismo enternecimiento. Parece errar en su fluido suave la religiosidad de  las razas que dan los mesías... ¡Pero la sonrisa! ¡La sonrisa de Bracolletti es la más completa, la más perfecta, la más rica de las expresiones humanas; hay finura, inocencia, hombría de bien, abandono, ironía dulce, persuasión, en aquellos dos labios que se descierran y que dejan brillar un esmalte de dientes de virgen!... ¡Ah, pero también esta sonrisa es la fortuna de Bracolletti!
Moralmente, Bracolletti es un hábil. Nació en Esmirna de padres griegos; es todo cuanto él revela: por lo demás, cuando se le pregunta por su pasado, el buen griego menea un momento la cabeza de hombro a hombro, esconde bajo los párpados cerrados con bonhomía sus ojos mahometanos, abre su sonrisa de una dulzura que tienta a las abejas y murmura, como ahogado en bondad y en enternecimiento:
--Eh! mon Dieu! Eh! mon dieu!...
Nada más. Parece, sin embrago, que viajó, porque conoce el Perú, Crimea, el cabo de Buena Esperanza y los países exóticos tan bien como Regent Street: pero es evidente para todos que su existencia no estuvo tejida, como la de los vulgares aventureros de Levante, de oro y estopa, de esplendores y mezquindades: es un gordo y, por lo tanto, un prudente; su magnífico solitario nunca dejó de brillar en su dedo; ningún frío lo sorprendió jamás sin una pelliza de dos mil francos; y nunca deja de ganar, todas las semanas, en el Fraternal Club, del que es u miembro querido, diez libras al whist. Es un fuerte.
Pero tiene una debilidad. Es especialmente goloso de niñitas de doce a catorce años: le gustan delgaditas, muy rubias y con la costumbre de protestar. Las colecciona por los barrios pobres de Londres, con método. Las instala en su casa, y allí las tiene, como pajaritos en una jaula, metiéndoles la papilla en el pico, oyéndolas parlar todo baboso, animándolas a que le roben los chelines de la faltriquera, gozando el desarrollo de los vicios en aquellas flores, poniendo a su alcance las botellas de gin para que los angelitos se emborrachen, y cuando alguna, excitada de alcohol, cabello al viento y rostro encendido, lo injuria, lo repele, baba obscenidades, el buen Bracolletti, atravesado en el sofá, las manos beatamente cruzadas en la panza, la mirada ardiente en éxtasis, murmura en su italiano de la costa siria:
--Piccolina! Gentilleta!
¡Querido Bracolletti! Fue con placer como lo abracé realmente esa noche, en Charing Cross; y, como no nos veíamos desde hacía mucho tiempo, fuimos a cenar juntos al restaurante. El criado triste estaba allí, en su comptoir, curvado sobre el Journal des Débats. Y, tan pronto apareció Bracolletti, en su majestad  de obeso, el hombre le extendió silenciosamente la mano: fue un shakehands solemne, enternecido y sincero.
¡Buen Dios, eran amigos! Arrebaté a Bracolletti para el fondo de la sala y, vibrando de curiosidad, lo interrogué con paciencia. Quise primero el nombre del hombre.
--Se llama Korricoso --me dijo Bracolletti, grave.
Después quise saber su historia. Pero Bracolletti, como los dioses del Ática, que, en sus dificultades en el mundo, se recogían en su nube, se refugió en su vaga reticencia.
--Eh! mon Dieu!... Eh! mon Dieu!...
--No, no, Bracolletti. Veamos. Quiero su historia.. Aquel rostro fatal y byroniano debe tener una historia...
Bracolletti entonces tomó todo el aire cándido que le permiten su panza y sus barbas, y me confesó, dejando caer las frases a gotas, que ambos habían viajado por Bulgaria y Montenegro... Korricoso fue su secretario... Buena letra... Tiempos difíciles... Eh! mon Dieu!...
--¿Él de dónde es?
Bracolletti contestó sin vacilar, bajando la voz, con un gesto impregnado de desconsideración.
--Es un griego de Atenas.
Mi interés desapareció como el agua que la arena absorbe. Cuando ha viajado por Oriente y por las escalas del Levante, se adquiere fácilmente el hábito, quizá injusto, de sospechar del griego; cuando se ven los primeros, sobre todo teniendo una educación universitaria y clásica, el entusiasmo se enciende un poco, se piensa en Alcibíades y en Platón, en las glorias de una raza estética y libre, y se perfilan en la imaginación las líneas augustas del Partenón. Pero, después de haberlos frecuentado, en las mesas redondas y en las cubiertas de las Messageries, y principalmente después de haber escuchado la leyenda de la bellaquería que fueron dejando desde Esmirna hasta Túnez, los otros que se ven provocan tan sólo estos movimientos: abotonar rápidamente la chaqueta, cruzar fuertemente los brazos sobre la cadena  del reloj y aguzar el intelecto para rechazar la escroquerie. La causa de esta funesta reputación es que la gente griega que emigra a las escalas  del Levante es una plebe torpe, en parte pirata y en parte lacaya, bando de rapiña astuto y perverso. La verdad es que, tan pronto como supe que Korricoso era griego, me acordé enseguida de que mi bello volumen de Tennyson, en mi última estancia en Charing Cross, había desaparecido de mi cuarto, y recordé la mirada de gula y de presa que en él había clavado Korricoso... Era un bandido...
Y durante la cena no hablamos más de Korricoso. Nos sirvió otro criado, rubro, honesto y sano. El lúgubre Korricoso no se alejó del comptoir, abismado en el Journal des Débats.
Esa noche ocurrió que, al recogerme a mi cuarto, me perdí... El hotel estaba abarrotado y había sido alojado en aquellos altos de Charing Cross, con una complicación de pasillos, escaleras, rincones, ángulos, en donde casi se necesitan una guía y una brújula.
Candelabro en mano, entré en un pasadizo por el que corría un vaho tibio de callejuela mal aireada. Las puertas allí no tenían números, sino pequeños cartones pegados en los que estaban inscritos nombres: John, Smith, Charlie, Willie... En fin, eran, evidentemente, las habitaciones de los criados. De una puerta abierta salía la claridad de una boquilla de gas; me adelanté y enseguida vi a Korricoso, todavía con su levita, sentado en una mesa cubierta de papeles, la cabeza pendida sobre la mano, escribiendo.
--¿Puede indicarme el camino para el número 508? --balbuceé.
Se dirigió a mí levantando una mirada soñolienta y neblinosa; parecía resurgir de muy lejos, de otro universo, parpadeaba, repitiendo:
--¿508? ¿508?...
¡Entonces fue cuando lo vi, sobre la mesa, entre papeles, cuellos sucios y un rosario mi volumen de Tennyson! ¡Él vio mi mirada, el bandido! Y se acusó con un enrojecimiento que inundó por completo su rostro chupado. Mi primer movimiento fue el de no reconocer el libro: como era un movimiento bueno, y desde luego obediente a la moral superior del maestro Talleyrand, lo reprimí; y, apuntando al volumen con un dedo severo, un dedo de Providencia irritada, le dije:
--Es mi Tennyson...
No sé qué respuesta  tartamudeó él, porque yo, apiadado, llevado también por el interés que me producía aquella figura picaresca de griego sentimental, añadí con un tono impregnado de perdón y de justificación:
--Gran poeta, ¿no? ¿Qué le ha parecido? Estoy seguro de que se entusiasmó...
Korricoso se puso más colorado; pero no era el despecho humillado del salteador sorprendido: era, creí yo, la vergüenza de ver su inteligencia, sus gustos poéticos adivinados, y de tener en el cuerpo la levita rozada de criado de restaurante. No contestó. Pero las páginas del volumen que yo abrí contestaron por él; la blancura de los márgenes anchos desaparecía bajo una red de comentarios a lápiz: "¡Sublime! ¡Grandioso! ¡Divino!", palabras escritas con una letra convulsiva, con un temblor de mano, agitada por una sensibilidad vibrante...
Mientras, Korricoso permanecía de pie, respetuoso, culpado, la cabeza baja, con el lazo de la corbata blanca huyendo hacia la cerviz. ¡Pobre Korricoso! Me compadecí de aquella actitud, revelando todo un pasado sin suerte, tantas tristezas de dependencia... Me acordé de que nada impresiona tanto al hombre de Levante como un gesto de drama y de escena; le extendí ambas manos con un movimiento estilo Talma y le dije:
--¡Yo también soy poeta!...
Esta frase extraordinaria parecía grotesca e impúdica a un hombre del Norte; el levantino enseguida vio en ella la expansión de un alma hermana. Porque, ¿no se lo he dicho?, lo que Korricoso estaba escribiendo, en una tira de papel, eran estrofas; era una oda.
Al poco rato, con la puerta cerrada, Korricoso me contaba su historia, o, mejor dicho, fragmentos, anécdotas deshermanadas de su biografía. es tan triste que al condenso. Por lo demás, su narración tenía lagunas de años, y yo no puedo reconstituir con lógica y secuencia la historia de este sentimiento. Todo es vago y sospechoso. Nació, en efecto, en Atenas; su padre parece que era cargador en  el Pireo. A los dieciocho años, Korricoso servía como criado a un médico y en los intervalos del servicio frecuentaba la Universidad de Atenas; estas cosas son frecuentes en là-bas, como él decía.  Se licenció en Leyes: esto lo habilitó más tarde, en tiempos difíciles, para ser intérprete de hotel. De ese tiempo datan sus primeras elegías en un semanario lírico titulado Ecos de Ática. La literatura lo llevó directamente a la política y a las ambiciones parlamentarias. Una pasión, una crisis patética, un marido brutal, amenazas de muerte, lo forzaron a expatriarse. Viajó por Bulgaria, en Salónica fue empleado de una sucursal del Banco Otomano, remitió endechas dolorosas a un periódico de provincias, La Trompeta de la Argólida. Aquí hay una de esas lagunas, un agujero negro en su historia. Reaparece en Atenas con traje nuevo, liberal y diputado.
Ese periodo de gloria fue breve, pero suficiente para ponerlo en evidencia; su palabra colorida, poética, recamada de imágenes ingeniosas y brillantes, encantó a Atenas: tenía el secreto de hacer florecer, como él decía, los terrenos más áridos; de un discusión sobre impuestos o sobre circulación hacía saltar églogas de Teócrito. En Atenas, ese talento lleva al poder: Korricoso estaba indicado para gestionar una alta administración del Estado; el Ministerio, sin embargo, y con él la mayoría, de la que Korricoso era el tenor querido, cayeron, se esfumaron, sin lógica constitucional, en uno de esos súbitos derrumbamientos políticos tan comunes en Grecia, en donde los gobiernos caen, como las casas en Atenas: sin motivo. Falta de base, decrepitud de materiales y de individualidades... Todo tiene al polvo en un suelo de ruinas...
Nueva laguna, nuevo surgimiento oscuro en la historia de Korricoso...
Vuelta a la superficie, miembro de un club republicano de Atenas, pide en un periódico la emancipación de Polonia, y Grecia gobernada por un concilio de genios. Publica entonces Suspiros de Tracia. Tiene otro romance del corazón... Y, en fin --y esto me lo dijo sin explicaciones--, se ve obligado a refugiarse en Inglaterra. Después de intentar varios puestos en Londres, se coloca en el restaurante de Charing Cross.
--Es un puerto de abrigo --le dije yo, apretándole la mano. Él sonrió con amargura. Era seguramente un puerto de abrigo, y ventajoso. Está bien alimentado; las propinas son razonables; tiene un viejo colchón de muelles, pero la delicadezas de su alma son, en todo momento, dolorosamente heridas...
¡Días atribulados, días crucificados, los de aquel poeta lírico forzado a distribuir en una sala, a burgueses establecidos y glotones, chuletas y vasos de cerveza! No es la dependencia lo que lo aflige; su alma de griego no está especialmente ávida de libertad, le basta que el patrón sea cortés. Y, como él me dijo, le es grato reconocer que los clientes de Charing Cross nunca le piden la mostaza o el queso sin decir if you please; y, cuando salen, al pasar por él, se llevan dos dedos al ala del sombrero: esto satisface la dignidad de Korricoso.
Pero lo que lo tortura es el contacto constante con los alimentos. Si él fuese el contable de un banquero, primer cajero de un almacén de sedas... En eso hay una sombra de poesía: los millones que se resuelven, las flotas mercantes, la brutal fuerza del oro, o entonces disponer ricamente los tapizados, los cortes de seda, hacer correr la luz en las ondulaciones de los moirés, darle al terciopelo la blandura de la línea y del pliegue.... Pero, en un restaurante, ¡¿cómo se puede ejercer el gusto, la originalidad artística, el instinto del color, del efecto, del drama... cortando trozos de rosbif o de jamón de York?!... Además, como él dijo, dar de comer, facilitar alimento, es servir exclusivamente a la panza, a la tripa, a la baja necesidad material; en el restaurante, el vientre es Dios: el alma queda fuera, con el sombrero que se cuelga en la percha o con el rollo de periódicos que se dejó en el bolsillo del gabán.
¡Y las conveniencias, y la falta de conversación! ¡No volverse hacia él más que para pedirle salchichón o sardinas de Nantes! No abrir nunca sus labios, de los que pendía el Parlamento de Atenas, sino para preguntar: "¿Más pan? ¿Más filete?". Este privarse de la elocuencia le resulta doloroso.
Además de eso, el servicio le impide el trabajo. Korricoso compone de memoria; cuatro paseos por el cuarto, un tirón de pelos, y la oda le sale armónica y dulce... Pero la interrupción glotona de la voz del cliente, pidiendo nutrición, es fatal para esta manera de trabajar. A veces, apoyado en una ventana, una servilleta en el brazo, Korricoso está componiendo una elegía; todo son luces de luna, ropas albas de vírgenes pálidas, horizontes celestes, flores de alma dolorida... Es feliz; está remontado a los cielos poéticos, a las planicies azuladas en las que acampan los sueños, galopando de estrella en estrella... De repente, una gruesa voz hambrienta grita desde un rincón:
--¡Filete y patatas!
¡Ay, las aladas fantasías levantan el vuelo como palomas despavoridas! Y allá va el infeliz Korricoso, precipitado desde las cimas ideales, los hombros curvados y las puntas de la levita balancenado, a preguntar con sonrisa lívida:
--¿Bien pasado o medio crudo?
¡Ah! ¡Es un amargo destino!
--¿Pero --le pregunté-- por qué no deja este cubil, este templo del vientre?
Él dejó colgar su bella cabeza de poeta. Y me dijo la razón que lo ata: me la dijo, casi llorando en mis brazos, con el nudo de la corbata blanca en la cerviz: Korricoso ama.
Ama a una tal Fanny, criada de todo el servicio de Charing Cross. La ama desde el primer día que entró en el hotel; la amó en el momento en que la vio lavando las escaleras de piedra, los brazos rollizos desnudos y la cabellera rubia, la fatal cabellera rubia, de este rubio que acontece a los meridionales, cabellera rica, de tono de cobre, de un tono de oro mate, torciéndose en un trenza de diosa. Y después la carnación, una carnación de inglesa de Yorkshire: leche y rosas...
¡Y lo que Korricoso ha sufrido! ¡Todo su dolor lo exhala en odas, que pasa a limpio el domingo, día de reposo y día del Señor! Me las leyó. Y yo vi hasta qué punto la pasión puede perturbar a un ser nervioso; ¡qué ferocidad de lenguaje, qué lances de desesperación, qué gritos de alma dilacerada lanzados desde allí, desde aquellos altos de Charing Cross, a la mudez del cielo frío! Porque Korricoso tiene celos. La desgraciada Fanny ignora a ese poeta a su lado, aquel delicado, aquel sentimental, y ama a un policeman, un coloso, un alcides, una montaña de carne erizada por un bosque de barbas, con el pecho como el flanco de un acorazado, con piernas como fortalezas normandas. Este Polifemo, como dice Korricoso, está, habitualmente, de servicio en el Strand; y la pobre Fanny se pasa el día espiándolo desde un postigo, en los altos del hotel.
Todas sus economías las gasta en cuartillos de gin, de brandy, de ginebra, que por la noche lleva en vasitos debajo del delantal; lo mantiene fiel por el alcohol; el monstruo, enormemente plantado en una esquina, recibe en silencio el vaso, lo lanza de un golpe a las fauces tenebrosas, eructa con fuerza, pasa su mano peluda por la barba de Hércules y sigue taciturnamente, sin un "Gracias", sin un "Te amo", golpeando los pavimentos con la bastedad de sus suelas sonoras. La pobre Fanny lo admira, cayéndosele la baba... Y quizás en ese momento, en la otra esquina, el delgado Korricoso, haciendo en la niebla un estilizado relieve de poste telegráfico, solloce con el rostro delgado entre sus manos tranparentes.
¡Pobre Korricoso! Si por lo menos la pudiese conmover... ¡Pero qué! Ella desprecia su cuerpo de tísico triste; y a su alma no la comprende... No porque Fanny sea inaccesible a sentimientos ardientes, expresados en lenguaje melodioso... Pero Korricoso sólo puede escribir sus elegías en su lengua materna... Y Fanny no entiende griego. Y Korricoso sólo es un gran hombre, en griego.
Cuando bajé a mi cuarto, lo dejé sollozando sobre el catre. Lo he visto después, otras veces, al pasar por Londres. Está más delgado, más fatal, más comido por los celos, más curvado cuando se mueve por el restaurante con la bandeja de rosbif, más exaltado en su lirismo... Siempre que él me sirve le doy un chelín de propina; y después, al retirarme, le estrecho sinceramente la mano.


[Tomado de Cuentos completos, Siruela, España, 2004]

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