Dos textos de Lu Sin

Lu Sin
PREFACIO DEL AUTOR

De la primera colección de novelas breves:

Grito de llamada

En mi juventud edifiqué muchos sueños, la mayor parte de los cuales fueron olvidados más tarde sin que sienta ninguna nostalgia de ellos. Se dice que el recuerdo de los días pasados nos hace dichosos, pero a veces nos hace sentirnos muy solos. Insistir en recuerdos que enlazan todas las fibras de nuestro espíritu a viejos días de soledad, no tiene ningún sentido. Pero mi desgracia proviene precisamente de que no acierto a olvidarlo todo. Grito de llamada nació de esos recuerdos que no conseguía olvidar.
durante más de cuatro años fui muy a menudo, casi todos los días, a cierta casa de préstamos y a cierta farmacia. Ya no sé qué edad tenía entonces, pero era de la altura del mostrador de la farmacia y el de la casa de préstamos tenía dos veces mi alto. En este mostrador depositaba trajes y joyas, recibía el dinero que me tendían despreciativamente y me iba al mostrador de mi estatura a las medicinas que mi padre, enfermo desde largo tiempo, necesitaba. de regreso en casa, tenía mucho que hacer. el médico que lo atendía gozaba de gran renombre, razón por la cual las drogas que prescribía en sus recetas eran naturalmente muy extrañas: raíz de áloe cortada en el invierno, caña de azúcar mantenida tres años en escarcha, grillos gemelos, ardisia... coas todas muy difíciles de hallar. Sin embargo, a pesar de todos esos remedios, la enfermedad de mi padre no hizo sino empeorar y finalmente él murió.
Creo que el que ha nacido en la abundancia y cae luego en la pobreza aprende generalmente a conocer la verdadera faz del mundo durante esta experiencia. Cuando quise ir a la escuela K, en N*, se pensó que escogía este camino poco ortodoxo para escapar de mi medio, con la esperanza de encontrar personas de mentalidad diferente. Mi madre no podía hacer nada por mí. Me procuró ocho yuanes  para el viaje y me autorizó para hacer lo que quisiera. Que llorara, era cosa natural, pues en aquella época, para llegar a ser un letrado hacían falta estudios clásicos y los que seguían estudios extranjeros eran considerados seres sin esperanza que, al no tener ante sí ningún otro camino expedito, se veían reducidos a vender su alma a demonios extranjeros. Mi madre lloró, pues , porque pensó que me despreciarían y me insultarían, y también porque no me vería más. Pero todas estas razones o fueron obstáculo para mí; fui a la escuela K de N y allí supe que existían en el mundo ciencias llamadas historia natural, aritmética, geografía, historia, dibujo y gimnasia. No había cursos de fisiología, pero nos mostraban también libros tales como El nuevo tratado del cuerpo humano y Química e higiene. Recordando las explicaciones y dictados de los médicos que había conocido y comparándolos con lo que aprendía ahora, poco a poco me di cuenta de que el médico chino no es otra cosa que un charlatán que engaña a sabiendas o inconscientemente a sus enfermos, y sentí una inmensa piedad por los desgraciados que necesitan de ellos y por sus familias. Además, a través de libros de historia traducidos del extranjero, supe que en Japón la reforma se había iniciado, en gran parte, con la introducción de la medicina europea. 
Estos conocimientos superficiales me llevaron a una facultad de medicina de provincia en Japón. Alentaba yo hermosos sueños: una vez terminados mis estudios volvería a mi país para aliviar los sufrimientos de los enfermos que, como mi padre, no habían recibido los cuidados que su estado exigía. En épocas de guerra, sería médico militar y reforzaría la fe de mis compatriotas en la reforma. No sé qué progresos se han alcanzado en la enseñanza de la bacteriología, pero en aquella época nos mostraban el aspecto de los microbios con ayuda de proyecciones cinematográficas. Y si la clase terminaba antes de la hora señalada, el profesor empleaba el tiempo restante  pasando películas de paisajes  o actualidades. Eran los días de la guerra ruso-japonesa y había numerosas películas sobre ella; cada vez que se exhibía una, yo debía aplaudir y gritar de entusiasmo, a la par que mis camaradas. Un día -hacía mucho tiempo que yo no veía a un compatriota- aparecieron chinos en la pantalla. Muchos. Uno de ellos estaba amarrado y se le mantenía en el centro, rodeado de los demás. todos eran cuerpos vigorosos, pero con un aire apático. De acuerdo con los subtítulos de la película, el que estaba amarrado era un espía al servicio de los rusos; los japoneses iban a decapitarlo para que sirviera de ejemplo a los demás chinos y los que lo rodeaban estaban allí para gozar del grandioso espectáculo de la ejecución pública.
El año escolar no había terminado aún cuando ya me encontraba en Tokio, porque después de esa película, el estudio de la medicina me parecía de importancia muy secundaria. Si los ciudadanos de una nación ignorante y débil, aun tratándose de seres vigorosos y resplandecientes de salud, sólo son capaces de dejarse matar para servir de ejemplo a la multitud, o sólo sirven para ser espectadores de un espectáculo tan desprovisto de interés, bueno, dejarlos morir de enfermedad no es una gran desgracia, después de todo. Lo primero que había que hacer era cambiar el espíritu del pueblo y como en esa época yo pensaba que el mejor medio para influir en los espíritus era, por supuesto, la literatura y el arte, decidí iniciar un movimiento literario y artístico. Entre los universitarios chinos de Tokio había estudiantes de derecho, de ciencias políticas, de física, de química y aun de cuestiones policiales e industriales, pero no había uno solo que estudiara letras o bellas artes. Sin embargo, aun en ese ambiente más bien frío tuve la suerte de descubrir espíritus hermanos. Conseguimos la adhesión de unas cuantas personas que nos eran necesarias y después de deliberar, llegamos a la conclusión de que el primer paso que había que dar era la publicación de una revista. Su nombre debía significar "Vida nueva", pero como estábamos aún imbuidos del espíritu clásico, la bautizamos "Shinsheng"*.
El momento de la publicación se aproximaba, pero entonces se retiraron, primero, muchos de nuestros colaboradores; luego desaparecieron los fondos y finalmente sólo quedamos tres, sin un centavo. Con la mala suerte encarnizada con nosotros desde el comienzo, es inútil decir que no tuvimos después ningún éxito. Al fin, los últimos tres colaboradores se separaron, cada uno siguió su destino y nunca más volvimos a tener esas largas discusiones en las que tan hermosos sueños se construían para el porvenir. De este modo termina la historia de la revista Shinsheng, que no conseguimos lanzar a la circulación.
Más tarde tuve por primera vez la experiencia del tedio. En ese instante no supe de dónde provenía. Luego, reflexionando en ello, comprendí que cuando las ideas de alguien gozan de aprobación, esto estimula a progresar; si son combatidas, eso excita a la lucha; pero únicamente cuando uno se encuentra solo, gritando entre indiferentes, que ni lo aprueban ni lo combaten, uno se siente como perdido en el medio de una árida estepa cuyos límites no se divisan, y uno no sabe qué pasos dar. A esa dolora impresión que sentía entonces, la llamé "aislamiento".
Ahora bien, esa sensación de aislamiento crecía en mí de día  día, como una gran serpiente venenosa, enroscándose alrededor de mi alma.
Aunque mi dolor fuera muy grande, no sentía cólera alguna. Esta experiencia me hacía volver a mí mismo, aprender a conocerme y yo sabía que no pertenecía por cierto a ese tipo de héroes  a quienes les basta hacer un llamado con los brazos para reunir en torno suyo a las multitudes.
Sin embargo, yo quería expulsar definitivamente esa sensación de aislamiento, porque me hacía sufrir demasiado. Empleé toda clase de medios para anestesiar mi alma, ya fuera sumergiéndome en el espíritu de la época o reviviendo el pasado. Más tarde, algunas experiencias personales o ciertos sufrimientos de los que fui testigo agravaron todavía mi tristeza y mi sensación de aislamiento. No tengo ningún deseo de volver a hablar de todo esto, prefiero que esos recuerdos me sigan a la tumba. Sin embargo mi sistema de anestesia comenzó al parecer a surtir efecto; perdí la generosidad y el ardor de mi juventud.
Alquilaban tres piezas en la "casa de los provincianos" de S. Se decía que la mujer que las había ocupado se ahorcó, colgándose de una sófora del jardín. Este árbol había crecido enormemente desde entonces y ya no se alcanzaban sus ramas, pero las piezas seguían aún vacías. Las alquilé y permanecí en ellas varios años, dedicando i tiempo a copiar inscripciones provenientes de estelas antiguas. Tenía pocas visitas y mis inscripciones no suscitaban problemas ni ideas. Mi vida se deslizaba muy dulcemente en la sombra y mi único deseo era que continuase así. En las noches de verano, cuando había muchos mosquitos, me sentaba bajo la sófora y moviendo mi abanico de junco miraba el cielo a través de las brechas del espeso follaje. Las orugas de la sófora, que salen de noche,me caían en el cuello, frías como hielo.
Únicamente uno de mis viejos amigos, Chin Sin-yi, solía venir a conversar un poco. Al llegar depositaba su gruesa cartera de cuero en mi tambaleante mesa, se quitaba su largo abrigo y se sentaba frente a mí, en corazón saltándole del miedo que le había provocado el perro.
-¿Qué ganas copiando esto? -me preguntó una noche que ojeaba mis copias; se hubiera dicho que quería diluciar un problema.
-Nada.
-Entonces ¿con qué objeto las copias?
-Sin ningún objeto en particular.
-Creo que deberías escribir alguna cosa...
Comprendí su pensamiento. Estaban ocupados de lanzar Nueva Juventud* y aunque no habían recibido ningún estímulo, tampoco habían encontrado oposición. Pensé: -Tal vez se sientan aislados-. No obstante respondí:
-Es como si hubiera una enorme casa de hierro, sin ventanas y prácticamente indestructible, llena de hombres dormidos. Tú sabes que van a morir en seguida asfixiados, pero pasaran del sopor a la muerte, sin sentir el dolor de la agonía. Entonces tú te pones a gritar, despiertas a algunos, los de sueño más ligero, y esta desgraciada minoría va a sufrir las angustias de una muerte inevitable. ¿Crees que les haces un servicio obrando así?
-Desde el momento en que hay hombres despiertos, tú no puedes asegurar que no existe la esperanza de destruir la casa de hierro.
era verdad; a pesar de mi convicción personal, yo no podía matar la esperanza de que él hablaba. Los dones de la esperanza pertenecen al dominio del porvenir. Yo no podía pues, bajo la convicción de que no creía la cosa posible, refutar su esperanza de realizarla. Finalmente le prometí escribir algo y escribí la primera novela breve de este libro: El Diario de un Loco.
Una vez lanzado, me fue difícil volver atrás y para responder a las demandas de mis amigos, escribí de vez en vez historietas y al cabo de cierto tiempo tenía más de diez.
Yo no sentía en mí la necesidad de relatar, pero como no había podido olvidar todavía mi tristeza y mi aislamiento, me ocurría a veces que lanzaba grandes gritos de llamada. Este llamado quería ser un estímulo para el guerrero aislado que se lanza completamente solo adelante; le gritaba que no me dejara  detener por los obstáculos. No me preocupaba de saber si seso gritos eran heroicos o dolorosos, odiables o risibles, pero puesto que eran gritos de llamada, al lanzarlos seguía las directivas de mis jefes. Por eso sucedió que me aparté algunas veces de la realidad pura. En El Remedio, sin razón plausible, hice aparecer una corona de flores en la tumba de Yu. En Mañana, no conté el hecho de que la mujer  de Shan Cuarto terminó por no soñar con su hijo; todo ello porque en esa época nuestro gran jefe no quería que uno se dejara arrastrar a una actitud de aceptación pasiva. Por mi parte, yo tampoco quería transmitir esa sensación de aislamiento, que tan dolorosa hallara, a los jóvenes llenos de los hermosos sueños que yo había construido a su edad.
Todo lo que precede es prueba bastante de que mis relatos están muy lejos de ser obras de arte. El hecho de que mis historias sean calificadas de novelas y que se me dé hoy la oportunidad de reunirlas en un volumen, es de todos modos una suerte inaudita, que me confunde. Sin embargo tengo que confesar que el pensamiento de contar temporalmente con algunos lectores me proporciona un gran placer.
Acabo, pues, de reunir estas historias para su reimpresión y por las razones citadas más arriba, he decidido titular esta colección Grito de Llamada.

Lu Sin
3 de diciembre de 1922
en Pekín


Un pequeño incidente

Hace ya seis años que dejé mi aldea para venir a Pekín. En este lapso he visto y oído no pocas cosas en relación con lo que llaman "los negocios de Estado", pero todo eso no ha dejado ninguna huella en mi espíritu. Si me preguntaran qué influencia tuvo todo aquello en mí respondería que lo único que logró fue agravar mi mal carácter. Sinceramente, mientras más conozco estas cosas, más desprecio siento por los hombres.
Sin embargo me tocó ser testigo de un incidente que me pareció que tenía algún sentido. Este hecho mínimo me ha sacado de mi mal humor y no consigo olvidarlo. 
Ocurrió durante el invierno de 1917. El viento del norte soplaba rabiosamente , pero como yo necesitaba trabajar par a vivir, muy de mañana estaba ya en la calle. Fuera no había casi nadie y me costó muchísimo encontrar un rickshaw para trasladarme a la puerta S. Poco después el viento del norte se calmó un tanto; había despejado de polvo el camino, que se extendía muy limpio y blanco. El tirador del rickshaw corría rápidamente. Nos apróximábamos a la puerta S cuando alguien se enganchó de pronto en las varas del rickshaw y se deslizó suavemente al suelo.
Era una mujer de cabellos grises y ropas harapientas. Bruscamente había abandonado la acera lanzándose derecho sobre el rickshaw. El tirador se había desviado para dejarla pasar, pero el viejo chaleco guateado de la mujer, que iba sin abotonar, levantado por el viento se prendió a la vara. Feliz mente el tirador había disminuido la velocidad, de otro modo ella habría podido ser derribada y herida quizás de gravedad.
Como la mujer no se levantaba, el tirador del rickshaw se detuvo. Yo estaba seguro de que la vieja no había recibido herida alguna, y como no había testigos, deseé que mi conductor no se mezclara en el asunto: ¡iba a acarrearse disgustos y a atrasarme!
Le dije, pues:
-¡No tiene nada, continúe su camino!
El tirador no presto atención a mis palabras o tal vez no las oyó. Posando las varas en el suelo, ayudó a la anciana a levantarse, muy suavemente, y sosteniéndola por el brazo, le preguntó:
-¿Cómo se siente?
-Me he hecho mucho daño.
Pensé: Te he visto caer con gran suavidad, ¿cómo podías causarte tanto daño? ¡Estás fingiendo, es odioso! Y tú, tirador de rickshaw, no tenías para qué meterte en este lío; si más tarde tienes molestias , te las habrás buscado. ¡Ahora, arréglatelas como puedas!
Al oír las palabras de la anciana, el tirador no vaciló; dándole el brazo, la condujo a pasos lentos. Asombrado, miré el sitio a donde se dirigían y vi que había un cuartel de policía. A causa del viento, no había nadie en la entrada. el tirador del rickshaw, sosteniendo siempre a la anciana, se dirigió a la gran puerta del cuartel.
En ese instante sentí de súbito una impresión extraña; la imagen de la espalda llena de polvo del tirador del rickshaw empezó a crecer repentinamente; mientras más se alejaba, más crecía su imagen, aun cuando pronto me fue preciso levantar la cabeza para verlo. Además ejercía sobre mí una especie de presión amenazante que aplastaba poco a poco al pequeño "yo" escondido en su vestido de piel.
Como que mi vida se hubiera detenido. Permanecí sentado, inmóvil, sin pensamiento; sólo cuando vi salir a un policía del cuartel, descendí del rickshaw.
Este se aproximó:
-Busque otro rickshaw; éste no podrá llevarlo.
Si reflexionar, saqué un buen puñado de monedas del bolsillo de mi abrigo y se las entregué al policía, diciéndole:
-Hágame el favor de darle esto.
El viento se había calmado pro completo y la calle estaba silenciosa. Mientras seguía mi camino, reflexionaba, pero casi tenía miedo de pensar en mí mismo. Dejando de lado los acontecimientos precedentes, me preguntaba qué significación había querido dar a ese buen puñado de monedas. ¿Era una recompensa? ¿Era yo digno de juzgar a ese tirador de rickshaw? No acertaba a darme a mí mismo una respuesta satisfactoria.
A menudo vuelvo a pensar en ese incidente. Me da el valor necesario para hacer frecuentes retornos a mí mismo, aunque estos exámenes me dejen experiencias dolorosas. De las cuestiones políticas y militares de estos últimos años me acuerdo tan poco como de los clásicos que estudié en mi infancia; pero este pequeño incidente pasa y me vuelve a pasar ante los ojos. Lo veo con mayor claridad que en el propio momento en que ocurrió y me enseña a tener vergüenza de mí mismo, me empuja a enmendar rumbos y hace crecer en mí el valor y la esperanza. 

Julio de 1920

[Tomado de Novelas escogidas de Lu Sin, Ediciones en Lenguas Extranjeras, República Popular China, 1972]

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