La obscenidad y la ley del reflejo, de Henry Miller

Henry Miller
Examinar la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar de Dios. Hasta que no comencé a introducirme en la literatura surgida alrededor del tema, nunca me di cuenta del pantano que trataba de cruzar. Si comenzamos por la etimología, de inmediato comprendemos que los lexicógrafos son en todo tan embaucadores como los juristas, los moralistas y los políticos. Para comenzar, quienes intentaron seriamente encontrar el significado del término, se vieron obligados a confesar que a ningún sitio llegaban.  En su libro, A lo puro, Ernst y Seagle afirman que "no hay dos personas que concuerden en las definiciones de los seis adjetivos capitales: obsceno, libidinoso, lascivo, sucio, indecente, repelente". La Liga de las Naciones quedó también patidifusa cuando intentó definir qué constituye lo obsceno. D. H. Lawrence estaba probablemente en lo cierto cuando dijo  que "nadie sabe lo que significa la palabra obsceno". En cuanto a Theodor Schroeder, que ha dedicado su vida entera a luchar por la libertad de expresión, opina que "la obscenidad no existe en ningún libro o cuadro, pues es plenamente una cualidad de la mente que lee o mira". "Nunca se ha ofrecido un argumento para la supresión de la literatura obscena -afirma- que mediante inferencias inevitables no justifique, y no haya justificado ya, cualquier otra limitación alguna vez impuesta a la libertad mental".
Como alguien dijo con plena razón, nombrar todas las obras maestras etiquetadas como obscenas desembocaría en un catálogo tedioso. La mayoría de nuestros escritores selectos, de Platón a Havelock Ellis, de Aristófanes a Shaw, de Catulo y Ovidio a Shakespeare, Shelley y Swinburne, junto con la Biblia desde luego, han sido blancos de quienes siempre están a la busca de lo impuro de lo indecente, de lo inmoral. En un artículo llamado "La libertad de expresión en la literatura", Huntington Cairns, uno de los censores de mente más abierta y visión más clara, acentúa la necesidad de reeducar a los funcionarios encargados de aplicar la ley.

En general -afirma- son hombres con poca o ninguna relación con la ciencia y el arte, no han tenido conocimiento de la libertad de expresión tácitamente concedida a los hombres de letras desde los comienzos de la literatura inglesa, y se han mostrado, desde el punto de vista de la opinión experta, del todo incompetentes para manejar la cuestión. Sólo los funcionarios administrativos, no la población que, en su mayor parte, tiene un contacto insignificante con el arte, los primeros en necesitar su reeducación.
Tal vez deba comentarse aquí, de pasada, que si bien nuestro gobierno federal no ejerce censura sobre las obras de arte originadas en el país, sí permite al Departamento del Tesoro que juzgue las importaciones venidas de fuera. En 1930 se revisó la ley de aranceles para permitirle al secretario del Tesoro admitir, a doscreción, a los clásicos o a los libros de mérito literario o científico reconocido y establecido, incluso de ser obscenos. ¿Qué quiere decir con "libros de mérito literario reconocido o establecido"? El señor Cairns ofrece la siguiente interpretación: "Libros que a sus espaldas tienen un cuerpo substancial y respetable de opinión critica estadounidense, indicadora de que las obras son de calidad meritoria". Esto parecería representar una actitud bastante liberal, pero cuando de probarla se trata, cuando un libro u obra de arte es capaz de causar furor, ese liberalismo aparente se colapsa. Se ha dicho de los sonetos de Aretino que fueron condenados por cuatrocientos años. Cuánto habremos de esperar para que se levante al prohibición a ciertas obras contemporáneas famosas, nadie puede predecirlo. En el artículo arriba aludido, el señor Cairns admite que "no hay ninguna posibilidad de que se deroguen los actuales estatutos sobre obscenidad [...] Ninguno de los estatutos -agrega- defina la palabra obscenidad y, por tanto, hay mucha flexibilidad de criterio respecto al significado que se atribuye al término". Quienes imaginan que la decisión con respeto al Ulises estableció un precedente, ya se habrán dado cuenta de que se mostraron en exceso optimistas. Nada se ha establecido con respecto a los libros de naturaleza perturbadora. Tras años de luchar contra mojigatos, gente intolerante y otros psicópatas que determinan lo que se puede o no se puede leer, Theodor Schroeder tiene la opinión de que "no es la calidad inherente al libro lo que cuenta, sino su influencia hipotética sobre alguna persona hipotética, que en algún momento indefinido del futuro pueda hipotéticamente leer el libro".
En su libro Reto a los censores del sexo, el señor Schroeder cita a un clérigo anónimo del siglo pasado, en el sentido de que "la obscenidad sólo existe en las mentes de  quienes la descubre y la achacan a otros". Ese texto oscuro contiene pasajes de lo más iluminador; el autor intenta demostrar en él que, por una ley de reflejo de la naturaleza, toda persona es ejecutora de actos similares a los que atribuye a otros; que la autoconservación es autodestrucción, etc. Este punto de vista saludable e iluminador, al parecer sólo a disposición de unos cuantos selectos, se acerca más a disipar las nieblas que rodean al tema que todos los tratados eruditos de educadores, moralistas, sabios y juristas combinados. En "Romanos" XIV: 14 quedó presentado axiomáticamente y para todas las épocas: "Sé, y que el señor Jesús me ha persuadido de ellos, que no hay nada impuro en sí mismo, pero cualquier que estime cualquier cosa como impura, para él es impura". De seguro que ningún individuo cuerdo dudaría de cuánto buen éxito se tendría en las cortes con esa actitud, o cómo la tomarían las autoridades postales.
Un punto de vista totalmente distinto, pero que merece atención no sólo por ser honesto y directo, sino porque expresa la convicción interna de muchos, es el expresado por Havelock Ellis: que obscenidad es un "elemento permanente de la vida social humana y corresponde a una necesidad profunda de la mente humana". Ellis llega incluso a decir que "los adultos necesitan literatura obscena tanto como los niños cuentos de hadas, pues es un alivio a la fuerza opresiva de la convención". Se trata de la actitud de un individuo culto, cuya pureza y sabiduría han sido reconocidas en todas partes por críticos eminentes. Es el punto de vista mundano que decimos admirar en los pueblos mediterráneos. Ellis, por ser inglés, fue desde luego perseguido a causa de sus opiniones y sus ideas respecto al sexo. Desde el siglo XIX en adelante, todo autor inglés que se ha atrevido a manejar el tema con honradez y realismo ha sido perseguido y humillado. La actitud prevaleciente en el pueblo inglés está bien representada, pienso, en esa pieza de inanidad pulida que es la autodefensa virtuosa del vizconde Brentford: ¿Necesitamos un censor? El vizconde Brentford es el caballero que intentó proteger al público de obras tan inicuas como Ulises y El pozo de la soledad. Es el tipo, tan abundante en el mundo anglosajón, al que parecen aplicarse las palabras del Dr. Ernest Jones: "Es la gente con atracciones secretas hacia varias tentaciones la que se ocupa de apartarlas de otras personas; en realidad se están defendiendo con el pretexto de defender a otros, pues en su corazón tienen miedo de sus propias debilidades".
Como alguien acusado de emplear lenguaje obsceno con mayor libertad y abundancia que cualquier otro escritor viviente en la lengua inglesa, acaso sea de interés presentar mis puntos de vista sobre  la cuestión. Desde que Trópico de cáncer apareció en París, en 1934, he recibido muchos cientos de cartas de lectores de todo el mundo. Provienen de hombres y mujeres de toas las edades y estratos sociales y, en su mayoría, son mensajes de felicitación. Muchos que acusaron al libro por su lenguaje de cloaca le profesan admiración por otras causas; muy, pero muy pocos dijeron alguna vez que era un libro aburrido o mal escrito. El libro continúa vendiéndose sin pausa "bajo el mostrador" y sigue escribiéndose sobre él a intervalos, aunque apareció hace trece años y pronto lo prohibieron en todos los países anglosajones. El único efecto de la censura sobre la circulación fue el volverla subterránea, lo cual limitó las ventas, pero le aseguró a la vez la mejor publicidad: aquella de boca en boca.  Se lo encuentra en las bibliotecas de casi todas nuestras universidades importantes, a menudo, los profesores lo recomiendan a sus estudiantes y poco a poco ha ocupado un lugar junto a otras obras literarias encomiadas que, alguna vez igualmente prohibidas y suprimidas, son hoy aceptadas como clásicos. Es un libro que atrae especialmente a los jóvenes y que, con base en lo que oigo directa e indirectamente, lejos de arruinarles la vida les incrementa la moral. El libro es una prueba viviente de que la censura se derrota a sí misma. También  vuelve a probar que los únicos protegidos por la censura son, pudiera decirse, los censores mismos, ocurriendo esto  a causa de una ley de la naturaleza que todos conocemos como indulgencia excesiva. En relación con esto, me siento obligado a mencionar un hecho curioso, que a menudo me han hecho ver los libreros: las dos clases de libros con una venta constante y creciente son los llamados pornográficos, u obscenos, y los esotéricos. Esto parece corroborar la idea de Havelock Ellis mencionada anteriormente. Cierto es que todo intento de regular el tráfico de libros obscenos, como todo intento de regular el tráfico de drogas o de la prostitución, está condenado al fracaso allí donde la civilización yerga su cabeza. Que estas cosas sean o no un mal definitivo, que sean o no elementos definitivos e irradicables de nuestra vida social, lo que parece indisputable es que son sinónimos de eso que llamamos civilización. A pesar de todo lo que se ha escrito y dicho a favor y en contra, es evidente que respecto a esos factores de la vida social, los hombres nunca se han puesto de acuerdo, sí habiéndolo conseguido con respecto a la esclavitud. Es posible, desde luego, que algún día desaparezcan esas cosas, pero también es posible, a pesar de la desaprobación al parecer universal testimoniada, que la esclavitud vuelva a ser practicada por los seres humanos.
La pregunta más insistente hecha al escritor de literatura "obscena" es: ¿Por qué tuviste que emplear ese lenguaje? Desde luego, lo insinuado es que con términos o medios convencionales se habría conseguido el mismo efecto. Nada, desde luego, tan alejado de la verdad. Sea cual fuere el lenguaje empleado, no importa cuán objetable -y estoy pensando en los ejemplos más extremosos-, téngase la seguridad de que no había otro posible. Los efectos están encadenados a las intenciones, y a su vez, éstas se encuentran gobernadas por leyes de la compulsión tan rígidas como aquellas de la naturaleza. Es algo que los sujetos ajenos a la creación rara vez entienden. Alguien dijo que "el artista literario, una vez conseguido el entendimiento, lo comunica a sus lectores. Ese entendimiento, sea sexual o de otra naturaleza, entra en conflicto inevitable con las creencias, los miedos y los tabúes populares, ya que éstos, en su mayoría, se basan en el error". No importa qué razones mitigadoras se aduzcan para las opiniones erróneas de la población -digamos, falta de educación, falta de relación con las artes, etc.-, el hecho es que siempre existirá un golfo entre el artista creador y el público porque éste es inmune al misterio inherente a toda creación y a la que la rodea. La lucha que el artista mantiene, consciente o inconscientemente, con el público se centra casi en exclusiva en el problema de una elección inevitable. Dejando a un lado toda cuestión relacionada con el ego y el temperamento, y aceptando la visión más amplia del proceso creador, que hace del artista un mero instrumento, nos vemos obligados a concluir que el espíritu de una época es el crisol donde, por unos u otros medios, buscan expresión ciertas fuerzas vitales y misteriosas. Aunque exista algo de misterioso en la manifestación de fuerzas profundas e insospechadas, que hallan expresión de un periodo a otro en movimientos e ideas perturbadores, nada de accidental o extraño hay en ello. Las leyes que gobiernan el espíritu son tan legibles como aquellas que gobiernan a la naturaleza. Pero las lecturas deben provenir de quienes están empapados de esos misterios. La profundidad misma de esas interpretaciones las hace de necesidad insaboras e inaceptables para ese vasto cuerpo que constituye al público irreflexivo.
Entre paréntesis, es curioso observar que los pintores, no importa cuán inaccesible pueda ser su obra, rara vez se ven sujetos a la misma interferencia entrometida que los escritores. El lenguaje, por servir asimismo como un medio de comunicación, tiende a producir ofuscaciones extrañas. Hombres de gran inteligencia manifiestan a menudo execrable en tratándose de las artes. Pero incluso esos fenómenos, que todos reconocemos porque siempre nos asombra su embotamiento, rara vez tienen el descaro de decir qué elementos de un cuadro hubiera sido mejor dejar fuera o qué substitución pudiera haberse hecho. Tómese, por ejemplo, la obra temprana de George Grosz. Compárense en su caso las reacciones del público inteligente con las reacciones provocadas por el Ulises de Joyce cuando su aparición. Enseguida compáreselas con las reacciones inspiradas por la música  última de Schoenberg. En el caso de los tres el rechazo que su obra produjo fue de principio igualmente fuerte, pero en el caso de Joyce el público se mostró más coherente, más voluble y más arrogante en su seudocerteza. Tratándose de libros, incluso el carnicero y el plomero consideran tener el derecho a una opinión, en especial si el libro es lo que suele llamarse sucio o repugnante.
Además, he notado que la actitud del público se altera perceptiblemente cuando han de enfrentarse a la obre de pueblos primitivos. En ese caso, por alguna oscura razón, hay más deferencia hacia el elemento de lo "obsceno". Personas que se sentirían asqueadas por los dibujos de Ecce homo observan sin rubor la cerámica o estatuística africana, no importa cuánto ofenda su gusto o su moral.  Llevados del mismo espíritu, se inclinan a ser más tolerantes con las obras obscenas de autores antiguos. ¿Por qué? Porque incluso los más obtusos son capaces de admitir que, se justifique o no, otras épocas gozaron de otras costumbres, de otra moral. Sin embargo, en cuanto al espíritu creador de su propia época, siempre interpretan como libertinaje la libertad de expresión. El artista ha de adaptarse a la actitud de la mayoría vigente y por lo general hipócrita. ha de ser original, valiente, inspirador y todo lo demás... pero nunca perturbador. Dirá Sí mientras dice No. Cuanto más abundante el público de arte, más tiránica, compleja y perversa se vuelve su presión irracional. Siempre hay excepciones, sin duda, y Picasso es una de ellas, uno de los pocos artistas de nuestro tiempo que consigue el respeto y la atención de un público perplejo y en gran medida hostil. Es el mayor tributo que pudiera hacerse a su genio.
Las posibilidades son que durante este periodo de guerras globales, que durará tal vez uno o dos siglos, el arte tenga cada vez menos importancia. Un mundo desgarrado por revueltas indescriptibles, un mundo preocupado por transformaciones sociales y políticas, tendrá menos tiempo y energía que dedicar a la creación y el disfrute de obras de arte. Tendrán precedencia respecto al artista el político, el soldado, el industrial, el técnico; en resumen, todos los que atienden a las necesidades inmediatas, a las comodidades de la persona, a las pasiones y los prejuicios transitorios e ilusorios. Serán las invenciones más poéticas aquellas capaces de servir a los fines más destructivos. La poesía misma será expresada en forma de bombas de demolición y gases letales. Lo obsceno hallará expresión en las técnicas de autodestrucción menos imaginables, que el genio inventivo del hombre se verá forzado a adoptar. La rebelión y el disgusto que en el reino del arte han inspirado los espíritus proféticos, mediante su visión de un mundo en proceso de crearse, hallarán justificación en los años venideros según esos sueños se vuelvan realidad.
Se ha comentado casi hasta la náusea la brecha  creciente entre arte y vida, pues aquél se vuelve cada vez más sensacionalista e ininteligible y ésta más aburrida y desesperanzada. La guerra, por colosal y portentosa que sea, no ha logrado provocar una pasión conmensurada con su alcance o su significado. El fervor de griegos y españoles es algo que deja asombrado al mundo moderno. Fueron reveladores la admiración y el horror que sus luchas feroces evocaron. Los consideramos locos y heroicos, y casi llegamos al punto de creer que ya no existen esa locura, ese heroísmo. Pero lo que nos parece "obsceno" e insano más que loco, es el estupendo carácter casi maquinista de esa guerra que las grandes naciones llevan a cabo. Es una guerra de pertrechos, una guerra de preponderancia estadística, una guerra en que la victoria se calcula fría y pacientemente con base en recursos mayores y mejores.  En la guerra peleada por españoles y griegos no sólo había desesperanza respecto al resultado eterno, por así decirlo. Sin embargo lucharon con todo, y volverán a luchar una y otra vez, siempre sin esperanza y siempre gloriosamente porque siempre lo hacen con pasión. En cuanto a los grandes poderes trabados hoy en una lucha mortal, pensamos que simplemente se aprestan para otra oportunidad de ganar aquí y ahora en una victoria que sea imperecedera, lo cual es un engaño absoluto. No importa cuál sea el resultado, se intuye que la vida no se verá alterada radicalmente, sino en un cierto grado que tan sólo la hará parecerse más a lo que era antes de iniciarse el conflicto. Esta guerra tiene todas las cualidades masturbatorias de un combate entre criminales reincidentes y sin esperanza.
Si subrayo el aspecto obsceno de la guerra moderna no es sólo porque esté en contra de ella, sino porque hay algo en las emociones ambivalentes que inspira que me permite examinar mejor la naturaleza de lo obsceno. A nada se consideraría obsceno, opino, si los hombres vivieran sus deseos más íntimos. Lo que el hombre teme más es enfrentarse con la manifestación, sea de palabra o de hecho, de aquello que se ha rehusado a vivir, de aquello que ha ahogado o asfixiado, enterrado, como se dice ahora, en la mente subconsciente. Las cualidades sórdidas que imputamos al enemigo son siempre aquellas que reconocemos como propias y que, por consiguiente, procuramos liquidar, porque sólo mediante la proyección nos damos cuenta de su enormidad y su horror. Como en un sueño, el hombre intenta matar al enemigo que lleva en sí. Este enemigo, a la vez interno y externo, es igual de real, aunque no más, que los fantasmas en sus sueños. Si despierto, se muestra apático con ese yo soñador, pero si dormido se llena de terror. He dicho "si despierto", pero la cuestión es ¿cuándo está despierto?, si alguna vez lo está? Para quienes ya no necesitan matar, el hombre que se permite asesinar es una sonámbulo. Es un hombre que intenta matarse en sus sueños. Es un hombre que sólo en el sueño se enfrenta a sí mismo. Este hombre es el hombre del mundo moderno, todo hombre, mito y leyenda en igual medida que el Everyman de la alegoría. Nuestra vida de hoy es la que soñamos que sería milenios atrás. Siempre transcurre por ella un doble sentido, justo como en los sueño de antaño. Siempre temer y desear, temer y desear. Nunca la fuente pura del deseo. Y por eso tenemos y no tenemos, somos y no somos.
En terrenos del sexo funciona un tipo similar de sonambulismo y autoengaño. Aquí, la bifurcación del deseo puro en temor y deseo resultó en la creación de un mundo fantasmagórico, en el cual el amor tiene el papel de un chivo expiatorio camaleónico. La pasión es conspicua en razón de su ausencia o de las deformaciones monstruosas que la hacen prácticamente irreconocible. Seguir la historia de la actitud del hombre hacia el sexo es como transitar un laberinto cuyo centro se encuentra en un planeta desconocido.  Se ha dado tanta distorsión y supresión , incluso entre los pueblos primitivos, que hoy día es virtualmente imposible decir en qué consiste una actitud libre y saludable. Desde luego que la glorificación del sexo en tiempos paganos no representa ninguna solución al problema. Y si bien el cristianismo propuso un concepto de amor superior a cualquier otro que se hubiera conocido, no tuvo fortuna en liberar al hombre sexualmente. Tal vez pudiera decirse que la tiranía del sexo quedó  rota mediante su sublimación en amor, pero sólo unos cuantos selectos entendieron y experimentaron la naturaleza de ese amor superior.
Sólo cuando se ha observado una estricta disciplina corporal, con el propósito de la unión o la comunión con Dios, se ha enfrentado de lleno el tema del sexo. Quienes lograron la emancipación por esta vía se liberaron, desde luego, no sólo de la tiranía del sexo, sino de cualquier otra tiranía de la carne. En tales individuos el cuerpo entero del deseo ha quedado tan transfigurado, que los resultados obtenidos prácticamente no tienen significado para el hombre de mundo. Los triunfos espirituales, aunque de inmediato afectan al hombre de la calle, poco le conciernen si es que le conciernen. Busca una solución a los problemas de la vida en el plano del milagro o la ilusión; sus nociones de realidad nada tienen que ver con  los efectos últimos; está ciego a los cambios permanentes que ocurren por encima y por debajo de su nivel de comprensión. Si tomamos un tipo de ser como el yogui, cuya sola preocupación es la realidad, en oposición al mundo  de ilusiones, nos vemos obligados a conceder que se ha enfrentado a  todo problema humano con el máximo valor y lucidez. Incorpore el sexo o lo transmuta al punto de la trascendencia y la extinción, por lo menos se trata de alguien que ha entrado a los vastos espacios abiertos del amor. Si no reproduce a los de su tipo, al menos da nuevo significado a la palabra nacimiento. En lugar de copular crea; en el círculo de su influencia el conflicto se acalla y se establece la armonía  de una paz profunda. No sólo es capaz de amar a los individuos del sexo opuesto sino a todos los individuos, de hecho a todo lo que respira. Este modo silencioso de triunfar pone un escalofrío en el corazón del hombre ordinario, pues no sólo lo hace visualizar la pérdida de su magra vida sexual, sino la pérdida de la pasión misma, de la pasión según la conoce. Este tipo de liberación, que hace pedazos su termómetro sentimental, representa para él una muerte en vida. El logro de un amor sin límites y sin cadenas lo aterroriza por una razón muy sólida: que le significa la disolución de su ego. No quiere la liberación si significa servicio, dedicación y devoción a la humanidad; desea comodidad, certeza y seguridad, el goce de sus muy limitados poderes. Incapaz de rendición, nunca conocerá el poder curador de la fe; y al carecer de fe, jamás podrá conocer en lo más mínimo el significado de amor. Busca alivio pero no liberación, lo cual viene a significar que prefiere la muerte a la vida.
Según progresa la civilización, va siendo claro en mayor medida que la tierra es el alivio mayor que la vida ofrece al hombre ordinario. Aquí puede abandonarse al gusto de sus emociones, pues aquí el crimen ha dejado de tener significado, la culpa queda abolida cuando todo el planeta nada en sus sangre. Los arrullos de la paz sólo parecen permitirle el hundirse cada vez más hondo en los fangales de ese complejo sadomasoquista que se ha fijado como un cáncer en el corazón de nuestra vida civilizada. Miedo, culpa y asesinato constituyen el triunvirato verdadero que gobierna nuestras vidas. Entonces, ¿cuál es lo obsceno? Pues todo el tejido de la vida según lo conocemos. El sólo hablar de lo que es indecente, impuro, libidinoso, sucio, asqueroso, etc. en relación con el sexo, es negarnos el lujo de esa enorme gama de revulsivos y repulsas que la vida moderna pone a nuestro servicio. Todo departamento de la vida está viciado y corroído con lo que tan imprudentemente calificamos de "obsceno". Es de preguntarse si acaso lo insano no podría inventar un término más adecuado y abarcador para los elementos contaminadores de la vida que creamos y marginamos, sin nunca identificarlos con nuestra conducta. Pensamos que lo insano habita un mundo completamente divorciado de la realidad, pero toda nuestra conducta diaria, sea en la guerra o en la paz, si examinada desde un punto de vista ligeramente más elevado, muestra todas las señales de la insania. "He dicho -escribe un psicólogo muy conocido- que el nuestro es un mundo loco, que la mayoría del tiempo el hombre está loco; y pienso que lo que llamamos moral es tan sólo una forma de la locura, pues sucede que es una adaptación funcional a las circunstancias existentes".
Cuando la obscenidad brota en el arte, y más en lo particular en la literatura, suele funcionar como un recurso técnico; ese elemento de lo deliberado que allí aparece en nada se relaciona con la excitación sexual, como sí ocurre en la pornografía. De haber un motivo ulterior, va mucho más allá del sexo. Su propósito es alterar un sentido de la realidad, introducirlo. En cierto sentido, es de comparar su uso por el artista con el uso que los Maestros hacen de lo milagroso. Esta última cualidad diminuta, tan íntimamente aliada a la desesperación, ha sido tema de debates interminables. Por ejemplo, nada relacionado con la vida de Cristo ha sido expuesto a un escrutinio de tanto agotamiento como los milagros que se le atribuyen. La gran cuestión es: ¿debe el Maestro concederse el hacerlos o refrenarse de usar sus poderes extraordinarios? Se ha observado en los grandes maestros del zen que nunca dudan en recurrir a cualquier medio que les permita despertar a sus discípulos; incluso llevan a cabo lo que calificaríamos de actos sacrílegos. Y, de acuerdo con alguna interpretaciones familiares dadas al Diluvio, se ha reconocido que incluso Dios se desespera en ocasiones y borra totalmente el pizarrón, para continuar con el experimento humano en otro nivel.
Sin embargo, es de reconocer tocante a esas manifestaciones de poder cuestionables, que sólo el Maestro puede arriesgarse a ellas. De hecho, el elemento de riesgo sólo existe a ojos de quien se ha iniciado. el Maestro siempre está seguro del resultado; nunca se saca el as de la manga, por así decirlo, excepto en el momento psicológico adecuado. En tales casos, pudiera compararse su conducta con la del químico que pone una última gota diminuta en una solución que está preparando, para así precipitar ciertas sales. Si es un empujón, también es una exhortación suprema que el Maestro se permite. Más aún, una vez transcurrido ese momento el testigo queda alterado para siempre. En otro sentido, pudiera describirse la situación como la transición que se da entre creencia y fe. Una vez establecida la fe, no hay marcha atrás; con la creencia, en cambio, todo está en suspenso y es capaz de fluctuación.
También es de reconocer que quienes gozan de un poder real  no tienen necesidad de demostrarlo por sí mismos; nunca se cumplen esas ejecuciones por interés propio o por propia glorificación. De hecho, nada hay de milagroso, en un sentido vulgar, en esos actos, de no ser la capacidad de elevar la conciencia de los observadores a ese nivel de iluminación misterioso que es natural al Maestro. Por otro lado, los hombres ignorantes de la fuente de sus poderes, hombres considerados los poderes que mueven al mundo, suelen tener un fin desastroso. Respecto a sus esfuerzos, se dice con razón que terminan en nada. En el nivel mundano nada perdura, pues en él, que es el nivel de los sueños y las ilusiones, todo es temor y deseo vanamente comentado por la voluntad.
Pero volvamos al artista... Una vez que ha hecho uso de sus poderes extraordinarios, y estoy pensando en el uso de la obscenidad justo en esos términos mágicos, inevitablemente se ve apresado en una corriente de fuerzas que lo supera. Acaso haya comenzado por suponer que podía despertar a sus lectores, pero al final él mismo pasa a otra dimensión de la realidad, donde ya no siente la necesidad de imponer un despertar. Su rebelión ante la inercia prevaleciente a su alrededor queda transmutada, según se incrementa su visión, en la aceptación y el entendimiento de un orden y una armonía que están más allá de la concepción humana y sólo son asequibles mediante la fe. Su visión se expande con el crecimiento de sus poderes, pues la creación tiene sus raíces en al visión y sólo admite un reino: el de la imaginación. A fin de cuentas, entonces, se encuentra de pie en medio de sus reprensiones obscenas como un conquistador entre las ruinas de una ciudad devastada. Se da cuenta de que la naturaleza real de lo obscena reside en la lujuria de convertir. Llamó para despertar y fue él quien despertó. Y una vez despierto, ya no le preocupa el mundo del sueño; camina en la luz y, como un espejo, en cada acto refleja su iluminación.
Una vez alcanzada esta posición ventajosa, ¡qué menudas y remotas parecen las acusaciones de los moralistas! ¡Qué carente de sentido el debate  sobre si la obra en cuestión era de alto valor literario o no! ¡Qué absurdo el ajetreo sobre la naturaleza moral o inmoral de su creación! Respecto a cualquier acto atrevido puede lanzarse el reproche de que es vulgar. Todo lo dramático pertenece a la naturaleza de un llamado, un llamado frenético a la comunión. La violencia, sea de hecho u oral, es una especie de plegaria al revés. La iniciación misma es un proceso de purificación y de unión violento. Todo lo que exige un tratamiento radical exige Dios, y siempre mediante alguna forma de muerte o aniquilación. Siempre que lo obsceno brota, puede olerse la muerte inminente de una forma. Quienes poseen la clave más elevada no muestran impaciencia, incluso en presencia de la muerte; sin embargo, el artista de las palabras no pertenece a ese orden, pues se encuentra meramente en el vestíbulo, por así decirlo, del palacio de la sabiduría. Aunque trata con el espíritu, tiene el recurso de las formas. Cuando comprende a fondo su papel como creador, sustituye su ser por el medio de las palabras. Pero en ese proceso llega "la oscura noche del alma" en que, exaltado por su visión de las cosas por venir y no del todo consciente de sus poderes, recurre a la violencia. Lo desespera la incapacidad de transmitir su visión. Recurre a cualquiera y a todos los medios a su alcance; esa agonía, en la cual se parodia la creación misma, lo prepara para la solución del dilema, pero una solución tan impredecible y misteriosa como la misma creación.
Toda manifestación violenta de un poder radiante presenta un resplandor obsceno cuando se visualiza a través de los lentes refractarios del ego. Toda conversión ocurre a la velocidad de un segundo dividido. La liberación significa la eliminación de cadenas, el reventar del capullo. Lo obsceno son los movimientos preliminares o anticipadores del nacimiento, la lucha preconsciente ante la vida que está por ser.  Es en la agonía de la muerte donde se comprende la naturaleza del nacimiento. Pues, ¿en qué consiste la lucha si no es entre la forma y el ser, entre lo que fue y lo que está por ser? En esos momentos la creación misma está a la puerta; quien busca develar el misterio se vuelve parte de éste y por tanto ayuda a perpetuarlo. Por ello puede interpretarse al levantamiento del velo como la expresión definitiva de lo obsceno. Es un intento por espiar los procesos secretos del universo. En tal sentido, la culpa atribuida a Prometeo simboliza la culpa del hombre como creador, del hombre arrogante que se aventura a crear antes de que lo coronen con la sabiduría.
Los dolores del nacimiento no se relacionan con el cuerpo sino con el espíritu. Se nos exigió que conociéramos el amor, que experimentáramos la unión y la comunión y, con ello, nos liberáramos de la rueda de la vida y la muerte. Pero preferimos permanecer a este lado del Paraíso y crear mediante el arte la substancia ilusoria de nuestros sueños. En un sentido profundo, siempre estamos posponiendo el acto. Coqueteamos con el destino y nos arrullamos hasta el sueño con el mito. Morimos en las angustias de nuestras leyendas trágicas, como arañas atrapadas en su propia red. Si algo merece el nombre de "obsceno" es esta confrontación oblicua., de refilón,  con los misterios, este despertar para vernos al borde del abismo, gozando todos los éxtasis del vértigo y sin embargo rehusándonos a ceder al hechizo de lo desconocido. Lo obsceno posee todas la cualidades del intervalo oculto. Es tan vasto como el Inconsciente mismo y tan amorfo y fluido como la sustancia misma del Inconsciente. Es lo que llega a la superficie como extraño, intoxicante y prohibido y que, por tanto, frena y paraliza cuando, con la forma de Narciso, nos inclinamos sobre nuestra propia imagen en el espejo de nuestra propia iniquidad. Por todos reconocido, no obstante lo desprecian y rechazan, por lo que emerge constantemente con un disfraz proteico en los momentos más inesperados. Cuando se lo reconoce y acepta, sea como fragmento de la imaginación o como parte integral de la realidad humana, inspira tan poco miedo o rechazo como el que  adscribiría al loto floreciente, que envía sus raíces hasta el lodo de la corriente que lo sustenta.

Traducción de Federico Patán
[Tomado de Estados Unidos en sus ensayos literarios, UNAM, México, 2001]

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